Por Ronald Solano Jiménez.
Esta es la historia de don Jorge Borloz, en su testimonio evidencia la dureza de la vida en la década de 1930. Es el mayor de 22 hermanos y le correspondió dejar la escuela antes de llegar a segundo, era solo un niño de siete años y ya tenía que trabajar como hombre.
Los bueyes, el barro, las hortalizas o el carbón, sin importar qué, siempre debía de trabajar en algo, por cierto, el dinero lo entregaban completo a la casa y ahí les daban la parte que les correspondía.
Hace doce años falleció su compañera de vida y estuvo casado por cerca de cincuenta años, el reloj de la Iglesia de Fraijanes marcó las tres, una vez finalizada la misa el día que le dijo adiós por última vez.
Con diez años caminaba descalzo, de madrugada, el frio le entraba por la planta de los pies, los charcos en la oscuridad parecían bolsas de agujas, los ruedos mojados y el paso firme, exhalaciones que condensaban el vapor y se derretían en la lámpara de “canfín”.
Ese era el precio de ser el mayor, ir por los bueyes de madrugada, dos, tres, cuatro, sin importar la hora… Pero hoy, estamos en Fraijanes, don Jorge tiene 92 años, la verdad me sorprende su vivacidad, fuerza y determinación.
Su historia me tiene cautivado, hasta que llega un momento… Una leve mueca se le adelanta, sin saberlo mira hacia arriba y a la izquierda, gesticula como se metían entre las raíces de los árboles, él y su hermana, para sostener los toros para que su padrastro los pudiese enyuntar, frente a mí, el cuerpo del hombre de 92 años, narraba con dolor, sin filtros, como dos niños lloraban de impotencia y era imposible no sentir su llanto.
Más adelante en la misma propiedad encontramos a don Vinicio Alvarado, hermano de don Jorge, a sus 76 años trabajaba en el mantenimiento de una cerca, entre risas me contó que le ganó al canto del gallo por 43 años, levantándose a la una de la mañana para ir a trabajar.
Muchas gracias por la confianza, comparta esta historia e impida que las grandes narraciones queden en el tiempo.
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